¡He aquí esta época! ¡Vosotros, simpáticos viciosos, sabios epicúreos, dichosos
indiferentes, discípulos de la escuela de Levschin, campestres Príamos y damas
sensibles! La primavera os llama al campo; es la época del buen tiempo, de las flores,
de los trabajos, de los paseos inspirados y de las noches tentadoras. ¡Amigos,
marchaos al campo! Deprisa, deprisa, en calesas sobrecargadas, en pochtavie, en
dolgavie, arrastrados desde las afueras de la ciudad. Y tú también, lector indulgente,
en tu magnífica carretela, deja la ciudad bulliciosa en donde te divertiste en invierno.
Con mi voluntariosa musa voy a escuchar el ruido de los árboles, sobre el río sin
nombre, en el pueblo donde hace poco vivía mi Eugenio, ermitaño triste y ocioso, en
la vecindad de la joven Tania, mi gentil soñadora, pero donde ya no se encuentra y
donde dejó tristes huellas.
Atravesando las montañas que forman un semicírculo, vayamos allí donde el
arroyo corre serpenteando a lo largo del verde prado, a través del bosquecillo de tilos,
hacia el río; allí donde el ruiseñor, amante de la primavera, canta toda la noche; allí
donde florecen las rocas silvestres y se oye el murmullo del riachuelo, allí donde
están la lápida en la sombra de los viejos pinos y el epitafio que dice al visitante:
«Aquí yace Vladimir Lenski, que murió prematuramente, como valiente, en tal año, a
tal edad. ¡Descansa en paz, joven poeta!».
Unas veces el viento de la mañana balanceaba una corona desconocida, inclinada
sobre las ramas del pino; otras, al anochecer, venían aquí dos hermanas y, ante la
luna, sobre la tumba, abrazadas, lloraban las dos. Pero hoy día… el triste monumento
funerario ha sido olvidado. Las huellas habituales que conducían a él se han borrado.
Ya no hay corona en las ramas; sólo debajo de ellas el viejo y débil pastor canta como
antes y trenza el mísero calzado.