¡Yo no quiero turbar el silencio de una tumba con fútil rencor! Tú ya no existes,
¡oh tú, a quien debo, en la tempestad de mi vida joven, la experiencia terrible y el
paraíso voluptuoso entrevisto! Igual que se enseña a un débil niño, me enseñabas tú el
dolor profundo, atormentando mi alma sensible. Con tu despreocupación me
revolvías la sangre, encendías en ella el amor y la llama de los crueles celos.
Nuevamente pensativo y triste ante su linda Olenka, Vladimir no tiene fuerzas
para recordarle el día anterior. Piensa: «Seré su salvador; no soportaré que un
corruptor seduzca su corazón joven con su ardor, sus suspiros y sus halagos; que un
vil gusano roa un tallo de lilas; que una flor que acaba de abrirse se marchite a medio
florecer». Todo esto significaba, amigos míos, que iba a batirse con Eugenio.
¡Si él supiera la herida que abrasaba el corazón de mi Tania! ¡Si Tatiana hubiese
visto, si hubiese sabido que al día siguiente Lenski y Eugenio jugarían su suerte ante
las puertas de la muerte! ¡Ah! ¡Puede que su amor hubiera unido de nuevo a los dos
amigos! Pero, ni por casualidad, nadie había descubierto está pasión: Onieguin
callaba todo, Tatiana languidecía silenciosamente. Sólo la niania hubiera podido
figurárselo; pero era poco perspicaz.
Toda la tarde estuvo Lenski distraído, a veces callado, otras alegre; pero el
escogido de las musas siempre es así. Frunciendo el entrecejo, se sienta ante el
clavicordio y coge algunos acordes, o fijando la mirada en Olga, murmura: «¿No es
verdad que soy feliz?».
Pero es tarde; ya llegó la hora de marcharse. El corazón se le oprime, lleno de
angustia; al despedirse de la joven, le parece que va a estallar.
Ella le mira a la cara y dice:
—¿Qué le sucede?
—Nada.
Y ya está en la escalera.