CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 48

¡Yo no quiero turbar el silencio de una tumba con fútil rencor! Tú ya no existes,

¡oh tú, a quien debo, en la tempestad de mi vida joven, la experiencia terrible y el

paraíso voluptuoso entrevisto! Igual que se enseña a un débil niño, me enseñabas tú el

dolor profundo, atormentando mi alma sensible. Con tu despreocupación me

revolvías la sangre, encendías en ella el amor y la llama de los crueles celos.

Nuevamente pensativo y triste ante su linda Olenka, Vladimir no tiene fuerzas

para recordarle el día anterior. Piensa: «Seré su salvador; no soportaré que un

corruptor seduzca su corazón joven con su ardor, sus suspiros y sus halagos; que un

vil gusano roa un tallo de lilas; que una flor que acaba de abrirse se marchite a medio

florecer». Todo esto significaba, amigos míos, que iba a batirse con Eugenio.

¡Si él supiera la herida que abrasaba el corazón de mi Tania! ¡Si Tatiana hubiese

visto, si hubiese sabido que al día siguiente Lenski y Eugenio jugarían su suerte ante

las puertas de la muerte! ¡Ah! ¡Puede que su amor hubiera unido de nuevo a los dos

amigos! Pero, ni por casualidad, nadie había descubierto está pasión: Onieguin

callaba todo, Tatiana languidecía silenciosamente. Sólo la niania hubiera podido

figurárselo; pero era poco perspicaz.

Toda la tarde estuvo Lenski distraído, a veces callado, otras alegre; pero el

escogido de las musas siempre es así. Frunciendo el entrecejo, se sienta ante el

clavicordio y coge algunos acordes, o fijando la mirada en Olga, murmura: «¿No es

verdad que soy feliz?».

Pero es tarde; ya llegó la hora de marcharse. El corazón se le oprime, lleno de

angustia; al despedirse de la joven, le parece que va a estallar.

Ella le mira a la cara y dice:

—¿Qué le sucede?

—Nada.

Y ya está en la escalera.