La noche está helada; el cielo, sereno; el divino coro de los luceros se mueve
pausadamente y a compás. Tania, con ligero vestido, sale al amplio patio; quiere
captar el reflejo de la luna en un espejo, y tan sólo ve temblar en él al triste astro.
¡Chis! Cruje la nieve y pasa un caminante; la joven corre hacia él de puntillas; su voz
suena más dulce que el sonido del caramillo al preguntarle:
—¿Cuál es tu nombre?
Él la mira y contesta:
—Agafón.
Tatiana, aconsejada por su niania, se prepara a decir la buenaventura aquella
noche, y en secreto ordenó que le preparasen en la bania dos cubiertos. De pronto
le dio miedo, y a mí también, acordándome de Svetlana. ¡Qué se le va a hacer! Ni
Tatiana ni yo conoceremos nuestro destino.
Ella se quita el cinturón de seda, se desviste y se mete en la cama; el espejito
reposa bajo la almohada; todo está en calma; Tania duerme; dulces sueños flotan
sobre ella. Sobre todo uno es maravilloso.