Sin embargo, el amor de las dulces bellezas es más seguro que la amistad y el
parentesco. Guardáis sobre ellas vuestros derechos hasta en medio de la tempestad
apasionada. «Claro que es así», diréis vosotros. Mas, entretanto, no hay que olvidar el
viento de la moda, y el capricho de la Naturaleza, la opinión de la sociedad —todo
esto es muy fuerte—, y el sexo débil es tan sutil, tan sutil como una pluma. Una
esposa virtuosa también tiene que respetar la opinión del marido, y así nuestra fiel
amiga es seducida. ¡Cómo le gusta a Satanás jugar con el amor! ¿A quién amar? ¿En
quién creer? ¿Quién será el único que no nos traicionará? ¿Quién se preocupará
amablemente de nuestros intereses y de nuestros discursos? ¿Quién no sembrará
sobre nosotros calumnias? ¿Quién se preocupará de mimarnos? ¿Para quién no es una
desgracia nuestro vicio? ¿Quién no nos cansa alguna vez? Inquieto buscador de un
fantasma, no te mates inútilmente. Amaré a ti mismo, respetable lector: a buen seguro
que no existe objeto más digno y agradable.
¡Ay!, no son difíciles de adivinar las consecuencias que resultaron de la
entrevista. El terrible tormento de amor no cesó de torturar la joven alma de la
doncella. No; la pobre Tatiana se consume aún más por una pasión sin esperanza; el
sueño huye de la cama; su salud, la flor de su vida, su dulzura, todo ha desaparecido,
todo es cual son vacío, y así se apaga la juventud de la linda Tania, así la sombra de la
tempestad encapota el día naciente. ¡Ay de Tatiana! Se marchita, palidece, se
consume y calla; nada entretiene ni conmueve su alma. Los vecinos, moviendo la
cabeza, murmuran entre sí: «¡Ya es hora, ya es hora de casarla!».
Pero basta; me hace falta a toda prisa alegrar la imaginación con el cuadro del
amor dichoso. Involuntariamente, queridos míos, me oprime la tristeza. Perdonadme,
¡es que quiero tanto a mi linda Tania!
De hora en hora, cada vez más seducido por la belleza de la joven Olga, Vladimir
se entregó con toda su alma a la agradable esclavitud. Siempre está con ella; en su
habitación siéntanse los dos en la oscuridad; por las mañanas se pasean por el jardín,
las manos enlazadas. ¿Y qué? Ebrio de amor, confuso, con dulce turbación, sólo se
atreve de vez en vez, animado por una sonrisa de Olga, a jugar con un bucle
desrizado o a besar el borde de su vestido. A veces le lee una novela moralizadora, en
la cual el autor conoce mejor la Naturaleza que Chateaubriand; de tiempo en tiempo,
poniéndose colorado, se salta dos o tres páginas —vanas, malsanas, irreales y
peligrosas para los corazones de las doncellas—. Aislados, lejos de todos, se apoyan
en la mesa ante el tablero de ajedrez; durante largo rato permanecen sentados,
sumidos en profundos pensamientos, y Lenski, distraído, mata con un peón su propia
torre. Vuelve a casa y allí se ocupa de su Olga. Con esmero le adorna las hojas de su
álbum. Unas veces le dibuja suavemente con la pluma y colores dos paisajes
campestres, una lápida, el templo de los chipriotas, o un pichón sobre la lira. Otras,
en hojas de recuerdos, después de la firma de los demás, escribe un verso tierno,
recuerdo mudo de sus sueños, ligera huella de instantáneo pensamiento. Todo sigue
igual después de muchos años. Claro está que tú viste muchas veces el álbum de una
señorita de provincias que sus amigos mancharon desde el principio hasta el final y
alrededor. Aquí, para dolor de la ortografía, se encuentran versos sin medida, según la
tradición, cortados y alargados, escritos en prueba de fiel amistad. En la primera línea
encuentras: Qu’écrivez-vous sur ces tablettes?, y la firma: Tout à vous, Annette. En la
última encontrarás:
Quién te ame más que yo,
que escriba después de mí.