»¿Puede haber algo peor en el mundo que una familia en la que la esposa
se aflige por el indigno esposo y está sola día y noche? ¿En la que el
aburrido esposo, conociendo su valor —y, sin embargo, maldiciendo al
destino—, siempre está callado, con el ceño fruncido, enfadado y fríamente
celoso? Así soy yo. ¿Y a semejante individuo buscaba usted, con su alma pura
y ardiente, cuando con tal sencillez o con tal inteligencia me escribía? ¿Es
posible que le sea designada tal suerte por el destino? Los sueños y los años
no tienen retorno; no renovaré mi alma.
»La quiero a usted con amor fraternal y tal vez de una manera aún más
tierna. Escúcheme sin enfadarse: la juventud cambia sus sueños por otros
más agradables, igual que el árbol renueva sus hojas cada primavera. Está
visto que así fue prescrito por el cielo. Amará usted de nuevo; pero aprenda a
retener sus ímpetus: no todos la comprenderán como yo; la inexperiencia
conduce a la desgracia».
Así sermoneaba Eugenio; Tatiana le escuchaba sin ver a través de las lágrimas,
respirando apenas, callada. Él le ofreció su brazo; tristemente, como suele decirse,
maquinalmente, Tania, en silencio, se apoyó en él; inclinando con languidez la
cabecita, se fue a su casa por el huerto. Entraron juntos, y a nadie se le ocurrió
criticarlos por ello; la libertad campestre tiene sus agradables derechos, igual que la
altiva Moscú.
Pero oye, región de Pskoyskaia, refugio de mis años juveniles, país vacío, ¿hay en
algún lugar algo tan insoportable como tus señoritas? Notaré a propósito que entre
ellas no hay la amabilidad fina de los nobles, ni la simpática ligereza de las coristas.
Respetando el espíritu ruso, les hubiera perdonado sus cotilleos, sus fanfarronadas, la
gracia de sus bromas domésticas, sus vicios, su suciedad, el descuido de sí mismas,
sus maneras afectadas. Pero ¿cómo perdonarles su charla mundana y su torpe
etiqueta?
Lector: tú estarás de acuerdo en que nuestro amigo se portó muy bien con la triste
Tania. Por primera vez mostró en esto la recta nobleza de su alma, aunque no solía
perdonar las malas acciones de los hombres. Sus enemigos, sus amigos —lo que
viene a ser lo mismo— le juzgaban de diversos modos. Cualquiera en el mundo tiene
enemigos; pero ¡Dios nos libre de los amigos! ¡Ay, estos amigos, estos amigos! ¡No,
por nada me acuerdo de ellos! ¿Y qué? Si es así, yo olvido los sueños vacíos y
negros; sólo noto, entre paréntesis, que no hay calumnia despreciable, inventada por
el mentiroso en la guardilla, que no sea aceptada por la masa de la sociedad; no hay
absurdo o epigrama callejero que no repita sonriendo vuestro amigo, sin maldad ni
sobre pensamiento alguno, en un círculo de gente honorable; sin embargo, es tu
protector, ¡te quiere tanto como un pariente!
¡Hem, hem! Lector de alma noble, ¿se encuentran bien todos tus parientes?
Permíteme: tal vez te sea agradable saber ahora por mí lo que verdaderamente quiere
decir parientes; son unas personas a las que debemos por obligación acariciar, amar,
respetar con toda el alma y, según la costumbre de la gente, visitar por Navidad o
felicitarlos por correo para que el resto del año no se acuerden de nosotros. Y así,
¡Dios les conceda largos días!





