CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 30

Capítulo IV

La morale est dans la nature des choses.

(Necker).

Al principio de mi vida me gobernaba el encantador y astuto sexo débil; entonces

mi única ley era cumplir sus caprichos frívolos. El alma acababa de inflamarse, y la

mujer aparecía al corazón como alguna casta divinidad. Resplandecía al apoderarse

de mis sentimientos y de mi inteligencia. Ante ella yo me consumía en silencio; su

amor me parecía un bien inaccesible. ¡Vivir y morir a sus lindos pies! No podía

desear nada más. A ratos la aborrecía y derramaba lágrimas; con pena y horror veía

en ella un ser de fuerzas perversas; sus penetrantes miradas, sus sonrisas, su voz, sus

conversaciones, todo en ella era veneno, traición; no deseaba más que mis lágrimas,

mis suspiros, y se alimentaba con mi sangre. A ratos veía en ella al mármol ante las

súplicas de Pygmalión, todavía frío e inanimado, pero muy pronto vivo y ardiente.

Con las palabras del poeta predicador también yo puedo decir que olvidé hace

tiempo como un sueño a Temira, a Wafne, a Leleta; pero entre esta multitud hay

una…; largo tiempo fui seducido por una… Aunque sí estaba enamorado, ¿no

necesitáis saber de quién, en dónde y cuánto tiempo duró? ¡No es éste el asunto! Lo

que ya fue, ya pasó, supone un delirio. El caso es que desde entonces mi corazón se

enfrió y se cerró para el amor, y todo en él está vacío, sombrío.

Comprendí que las damas, a pesar de admirarnos mucho, en el fondo se aprecian

mucho más a sí mismas. Nuestros caprichosos entusiasmos les parecen muy

divertidos, y la verdad es que, por nuestro lado, somos imperdonablemente ridículos.

Al comprometernos imprudentemente, esperamos en recompensa su amor; con

desvarío lo invocamos, como si fuera posible exigir profundos sentimientos y

pasiones de las mariposas y de los lirios. Cuanto menos queremos a la mujer, más le

gustamos a ella, y con más seguridad la perdemos en las redes seductoras. En una

época la ciencia del amor fue el libertinaje; hablar de sí mismo en todos los sitios y

gozar sin amor. Pero esta seria diversión es digna de los viejos verdes, admiramos en

tiempos de nuestros abuelos, igual que Lovelace, cuya gloria decayó a la par que los

tacones encarnados y las majestuosas pelucas. ¿Quién no se aburre de ser hipócrita,

de procurar convencer a los demás con gravedad de algo de lo que ya están todos

convencidos, de escuchar las mismas respuestas, de destruir las opiniones que no

tuvo ni tiene la niña de trece años? ¿A quién no le cansan las amenazas, súplicas,

juramentos, y el miedo fingido, los engaños, el cotilleo, los anillos, las lágrimas, las

miradas de las tías, la pesada amistad de los maridos?