CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 29

«Aquí está él, aquí está Eugenio. ¡Oh Dios mío! ¿Qué pensará?». Su corazón

atormentado guarda un tenue rayo de esperanza; tiembla, arde de fiebre y espera. ¿No

vendrá? No se oye nada. Son las sirvientas que recogen en el jardín las bayas de los

arbustos y que cantan a coro por orden de la dueña. La base de este mandato es

entretener los astutos labios en el canto para que no coman a escondidas las frutas de

los amos.

EL CANTO DE LAS JÓVENES

¡Oh bellas doncellas!

Queridas amigas y

compañeras: jugad alegres,

cantad una melodía,

una melodía de amor.

Atraed al muchacho

hacia nuestro jorovod,

y cuando vaya a llegar

todas nos escaparemos.

Le tiraremos guindas,

le tiraremos frambuesas,

le tiraremos grosellas,

para que no ose acercarse,

ni escuche nuestros cantos sagrados,

ni se aproxime para admirar

nuestros juegos virginales.

Seguían cantando. Tania las escuchaba con indiferencia, esperando a que se

calmen los latidos de su corazón, y a que desaparezca el rubor de sus mejillas. Pero la

misma inquietud oprime su pecho; el fulgor de sus mejillas es cada vez mayor.

Semeja pobre mariposa cautivada por el travieso colegial, que brilla y se debate con

el ala policroma; semeja conejito que tiembla en el sombrío otoño viendo de repente,

a lo lejos, entre las matas, al cazador que le apunta. Por fin, suspiró y se levantó del

banco: se iba; pero al torcer la avenida, ante ella, en pie cual terrible sombra, se halla

Eugenio con ojos brillantes, y ella se para como si el fuego de su mirada la quemase.

Mas hoy, queridos amigos, no estoy con fuerzas para contar el resultado del

inesperado encuentro. Después de este largo discurso me hace falta descansar y

pasear; más tarde acabaré, alguna vez…