LA CARTA DE TATIANA A ONIEGUIN
“Ya la escribo. ¿Qué mas quiere? ¿Qué puedo yo decir aún? Sé que
ahora puede castigarme con su desdén; pero si usted guarda un poco de
compasión para mi triste suerte, no me dejará. Al principio quise callar,
créalo; usted no habría conocido nunca mi vergüenza si yo hubiese tenido la
esperanza de verle en nuestro pueblo, aunque fuera un poco, aunque sólo
fuera una vez por semana, para oír su voz, decirle una palabra y después
pensar, pensar en lo mismo día y noche, hasta el próximo encuentro. Me dicen
que usted es misántropo, que en este rincón todo le parece aburrido, y
nosotros…, nosotros no sobresalimos en nada, aunque su vista nos alegre
sinceramente. ¿Por qué nos visitó? En el fondo de este olvidado pueblo nunca
le habría visto y no conocería las amargas torturas. ¡Quién sabe si tal vez se
calmaría la inquietud de mi alma inexperta! Guiada por el corazón, yo
encontraría un amigo, sería una esposa fiel y una madre virtuosa. ¡Otro! No;
a nadie en el mundo entregaré mi corazón. Esto fue decidido en el consejo
supremo, esto es la voluntad del cielo: soy tuya. Toda mi vida fue testigo de
una entrevista segura contigo; sé que me eres enviado por Dios hasta la
tumba. Guardián mío… Tú me aparecías en sueños; invisible, me eras ya
simpático; tu maravillosa mirada me hizo languidecer; en mi alma resonó tu
voz hace tiempo.
¡No, esto no era un sueño! En cuanto tú entraste, te reconocí; al instante,
atónita y ardiendo, pensé en mí: «Este es él». ¿No es verdad? Yo te oí, tu
hablaste conmigo en el silencio, cuando ayudaba a los pobres o trataba de
calmar con rezos la tristeza de mi alma atormentada. Y en este mismo
instante, ¿no eres tú, aparición querida, la que, pasando por la transparente
oscuridad, te inclinas silenciosamente a mi cabecera? ¿No fuiste tú quien me
murmuró con alegría y amor palabras de esperanza? ¿Quién eres? ¿Mi
ángel, mi protector, o un pérfido tentador? Resuelve mis dudas; tal vez todo
esto sea un simple engaño de un alma inexperta, que está predestinada a todo
lo contrario. Pero que ¡así sea! Onieguin, te confío mi suerte, derramo
lágrimas ante ti, suplico tu defensa. Figúrate: yo estoy sola; aquí nadie me
comprende; mi razón está agotada; tengo que perecer silenciosamente. Te
espero; con sólo una mirada avivas las esperanzas de mi corazón o deshaz el
profundo sueño, ¡ay de mí!, con merecido reproche. Termino; me da miedo
volverla a leer. Me hiela el terror y la vergüenza. Pero conozco vuestro honor
y en él confío con ánimo.