Capítulo PRIMERO
Se apresura a vivir y a sentir
(Príncipe de Viasemski).
Mi tío, hombre de austeras normas de vida, al caer seriamente enfermo, se atrajo
súbitamente el respeto de cuantos le rodeaban.
¡Que su ejemplo sirva a los demás de ciencia! Pero ¡Dios mío, qué aburrimiento
estar sentado día y noche con un enfermo, sin alejarse de él ni un solo paso! ¡Qué
fastidio tan enorme divertir a un moribundo, arreglarle las almohadas, darle
tristemente la medicina y suspirar y pensar: «¿Cuándo te llevará el diablo?»!
Así pensaba el joven atolondrado y pícaro, único heredero de todos sus parientes,
corriendo en una diligencia, por la voluntad del Todopoderoso, en medio de una nube
de polvo.
Amigos de Ruslán y Ludmila, permitidme que ahora mismo, sin más
introducción, os presente al héroe de mi novela. Mi buen amigo Onieguin nació a
orillas del Neva, donde tal vez naciste o brillaste tú, lector. Yo me paseé mucho
tiempo por allí; pero el clima del Norte me sienta mal.
Su padre, trabajando concienzudamente y con nobleza, vivía acosado de deudas;
daba tres bailes al año, lo que acabó de arruinarle. No obstante, el destino protegía a
Onieguin; al principio le cuidaba una madame, más tarde le reemplazó un monsieur.
El niño era travieso, pero simpático. Monsieur l’abbé, un francés pobre, para no
atormentar al chiquillo, le enseñaba todo entre bromas, no le aburría con severas
reglas de moral, le regañaba levemente por las travesuras y le llevaba de paseo al
Jardín de Verano.
Cuando llegaron para Eugenio los días de las esperanzas y de la tierna
melancolía, los días de la rebelde juventud, echaron a monsieur. He aquí a mi
Onieguin en libertad, frecuentando el gran mundo, peinado a la última moda y
vestido como un dandy de Londres. Sabía hablar y escribir perfectamente el francés,
bailaba muy bien la mazurca y saludaba con elegancia. ¿Qué más queréis? La
sociedad decretó que era inteligente y muy simpático.
Todos hemos estudiado poco y de cualquier manera; así es que, gracias a Dios, en
nuestro país no es difícil sobresalir en educación. Onieguin era, según la opinión de
muchos —jueces seguros y severos—, un joven erudito, pero pedante. Poseía el
afortunado talento de saber hablar superficialmente de todos los temas con el aire
docto del conocedor, de guardar silencio en una conversación seria y de despertar la
sonrisa de las damas con el fuego de inesperados epigramas. Sospechaban en él un
talento. Verdaderamente, podía sostener una discusión varonil sobre Byron y Benjamín,
sobre los carbonari, Parni o el general Jomin. Hoy día el latín no está de
moda; pero, a decir verdad, él sabía lo bastante este idioma para poder descifrar los
epígrafes, hablar de Juvenal, poner un vale al final de una carta y recitar sin dificulta
dos o tres versos de la Eneida. No tenía suficiente afán ni interés para rebuscar en el
polvo cronológico la historia de la tierra; pero se sabía de memoria todas las
anécdotas desde los tiempos de Rómulo hasta nuestros días. No tenía ninguna pasión
elevada, y, careciendo de verdadero interés por el estudio de la poesía, no podía
distinguir el yambo del coreo, como nos pasa a nosotros. No le gustaban Homero ni
Teócrito; sin embargo, leía a Adam Smith y era un profundo economista; es decir,
sabía juzgar de qué manera el gobierno se enriquece, de qué vive y por qué no le hace
falta oro cuando tiene materias primas. Su padre no le comprendía y empeñaba sus
tierras.
No tengo tiempo de enumerar todo cuanto sabía Onieguin; pero en lo que era un
verdadero genio, lo que conocía más a fondo, lo que desde su juventud era para él
trabajo, sufrimiento y alegría, lo que ocupaba todo el día de su pereza y hastío, era la
ciencia de la dulce pasión que cantó Ovidio Nasón, y por la que acabó como un
mártir su vida brillante y turbulenta en la profundidad de las estepas de Moldavia,
lejos de Italia. El ímpetu del corazón, engaño encantador, nos hace sufrir muy pronto.
No es la Naturaleza la que nos enseña el amor, sino madame de Staël y
Chateaubriand.