Cortésmente, con fría claridad, Lenski emplazaba a duelo a su amigo. El primer
impulso de Onieguin fue volverse hacia el embajador de tal misión y decirle sin
rodeos que estaba dispuesto a batirse. Zaretski se levantó sin otra explicación; no
quería quedarse más porque tenía mucho que hacer en casa, y acto seguido se fue.
Al quedarse solo, Eugenio se disgustó consigo mismo, y con razón. Llevándose a
un severo examen de conciencia, se acusó de mucho. Ante todo, él no tenía ninguna
razón para burlarse del amor tímido y tierno con tal crueldad. En segundo lugar, que
el poeta haga locuras a los dieciocho años se puede perdonar. Eugenio, que quería al
joven con todo su corazón, hubiese tenido que mostrarse no como un chiquillo
impulsivo e intrépido, sino como un hombre sensato y de honor. Hubiera debido
demostrar sus sentimientos y no erizarse como una fiera; hubiera debido desarmar al
joven corazón. Pero ya era tarde; el tiempo volaba. Además, le disgustaba que en este
asunto se hubiese mezclado un viejo duelista, perverso, cotillón, elocuente. Claro está
que sus palabras no merecían más que desprecio. Pero… ¿y el murmullo, las risas de
los tontos, la opinión de la sociedad? El resorte del honor es nuestro ídolo, alrededor
del cual gira el mundo.
El poeta, ardiendo de odio, espera impaciente la respuesta en su casa. He aquí al
parlanchín vecino, que se la trae solemnemente. Ahora la alegría inunda al celoso. Él
temía que su contrario le eludiera de cualquier forma e, inventando algún ardid,
desviara el pecho de la pistola. Ahora sus dudas están resueltas: al día siguiente, antes
del amanecer, tienen que estar en el molino para armar la pistola y apuntarse el uno al
otro en la pierna, en la cadera o en la sien.
Decidido a odiar a la coqueta, el impetuoso Lenski no quería ver a Olga antes del
duelo; miraba al sol y el reloj; por fin alzó la mano con un ademán de indiferencia y
se fue a casa de sus vecinos. Pensaba turbar a Olga y extrañarla con su llegada; pero
no sucedió así. Igual que de costumbre, Olga saltó de la escalinata, cual veleidosa
esperanza, al encuentro del pobre poeta, despreocupada, juguetona y alegre, como
siempre.
«¿Por qué desapareció ayer tan temprano?». Tal fue la primera pregunta de Olga.
Todos sus sentimientos se turbaron, y, en silencio, Lenski bajó la cabeza.
Desaparecieron los celos y las penas ante la pureza de aquella mirada, ante aquella
tierna sencillez, ante aquella alma inconsciente. En dulce éxtasis la mira y ve que aún
es amado. Ya atormentado por el arrepentimiento, está a punto de pedirle perdón, se
estremece, no encuentra las palabras. Es feliz, está casi curado. Sí, sí, el ataque de
celos es una enfermedad como la peste, como el tenebroso esplín, como las fiebres,
como la lesión cerebral. Consume como la fiebre; posee su ardor, su delirio, sus
pesadillas y sus vestigios. ¡Dios os libre, amigos míos! Creedme: el que los ha
soportado subiría a la hoguera en llamas o inclinaría la cabeza bajo el hacha sin
ningún temor.