CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 39

La noche está helada; el cielo, sereno; el divino coro de los luceros se mueve

pausadamente y a compás. Tania, con ligero vestido, sale al amplio patio; quiere

captar el reflejo de la luna en un espejo, y tan sólo ve temblar en él al triste astro.

¡Chis! Cruje la nieve y pasa un caminante; la joven corre hacia él de puntillas; su voz

suena más dulce que el sonido del caramillo al preguntarle:

—¿Cuál es tu nombre?

Él la mira y contesta:

—Agafón.

Tatiana, aconsejada por su niania, se prepara a decir la buenaventura aquella

noche, y en secreto ordenó que le preparasen en la bania dos cubiertos. De pronto

le dio miedo, y a mí también, acordándome de Svetlana. ¡Qué se le va a hacer! Ni

Tatiana ni yo conoceremos nuestro destino.

Ella se quita el cinturón de seda, se desviste y se mete en la cama; el espejito

reposa bajo la almohada; todo está en calma; Tania duerme; dulces sueños flotan

sobre ella. Sobre todo uno es maravilloso.