CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 36

Onieguin, como Childe Harold, se entrega a una pereza pensativa. En cuanto se

despierta, se sienta en un baño en el que flotan trozos de hielo, y después está todo el

día en casa, solo, sumido en cálculos; armado del taco, juega desde la mañana por dos

al billar. Llega la noche campestre, abandona el billar, olvida el taco; la mesa está

puesta ante la chimenea. Eugenio espera; allí viene Lenski en una troika tirada por

fogosos caballos. ¡Pronto vamos a cenar!

Enseguida le traen al poeta en una botella helada la veuve Clicquot o el Moët,

vino bendito, que brilla como Hipocrene. Con su centelleo y su espuma me seduce;

por él di a veces hasta mi último centavo. ¿Os acordáis, amigos? Su mágico chorro

creó no pocas tonterías y ¡cuántas bromas, versos, discusiones y alegres sueños! Pero

con su ruidosa espuma engaña mi estómago, y hoy día prefiero el razonable

bordeaux; ya no sirvo para el aix, que es, cual amante brillante, frívola,

voluntariosa y vana. Tú, bordeaux, eres semejante al amigo que nos acompaña

siempre en el dolor y la tristeza, y en todos los sitios está presto a ayudarnos o a

compartir nuestro reposo silencioso. ¡Un viva para nuestro amigo el bordeaux!

Se apagó el fuego, y el dorado carbón está cubierto de una tenue capa de ceniza;

apenas se percibe el vapor que flota en ondas y la respiración del fuego. El humo de

las pipas desaparece por el tubo de la chimenea. Todavía brillan en medio de la mesa

las claras copas; la niebla nocturna se levanta…

(Me gustan —aunque no sé cómo pueden existir— las reuniones en las que los

amigos cuentan mentiras y beben juntos cual hermanos, no obstante ser el ambiente

hostil, como el que reina entre perros y gatos).

Ahora charlan los dos amigos:

—¿Qué hay de nuestros vecinos? ¿Y Tatiana? ¿Y tu jovial Olga?

—Échame otro medio vaso. Gracias, querido. Toda la familia se encuentra bien.

Me pidieron que te saludara de su parte. ¡Ay, querido, cómo han embellecido los

hombros de Olga! ¡Qué pecho! ¡Qué alma! Algún día iremos a verlos. Estás obligado

con ellos; si no, juzga tú mismo: fuiste a verlos dos veces, y, desde entonces, ni

siquiera has aparecido por allí. Pero… ¡qué bobo soy! Te han convidado para la

semana que viene.

—¿A mí?

—Sí; el sábado es el santo de Tatiana. Olenka y su madre me rogaron que te lo

dijera, y no tienes disculpa alguna para rechazar la invitación.

—Pero allí habrá montones de gente de todas clases.

—Nadie, estoy seguro. ¿Quién quieres que haya? Los suyos.

—Ve. ¡Hazme este favor!

—Bueno ¿qué? ¡De acuerdo!

—¡Qué simpático eres!