CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 35

El que apunta a los patos con el fusil.

El que delira con las rimas, como yo.

El que persigue a las atrevidas moscas con un matamoscas.

El que manda en las ideas del gentío.

El que se divierte con la guerra.

El que se complace en los sentimientos tristes.

El que se entretiene con el vino.

Y el bien está mezclado con el mal.

¿Qué es de Onieguin? A propósito, hermanos, os pido paciencia; os contaré con

detalle sus diarias ocupaciones. Vivía como un anacoreta: en verano se levantaba a

las siete y, ligero, se dirigía hacia el río que corre a los pies de la montaña; imitando

al cantante de Gulmara, pasaba a nado su Helesponto. Otra vez en casa, bebía su café,

ojeaba un mal periódico y se vestía. No era posible que llevaseis un traje igual. Los

paseos, el estudio, el profundo sueño, la sombra del bosque, el murmullo de los

riachuelos, a veces el juvenil y fresco beso de una doncella de rostro blanco y ojos

negros, las obedientes riendas del fogoso caballo, la comida bastante delicada, la

botella de vino blanco, la soledad, el silencio… Tal era la santa vida de Onieguin, y,

sin darse cuenta, se entregó a ella sin reparar en su indiferente languidez, en los bellos

días de verano, olvidando la ciudad, los amigos y el aburrimiento de las festivas

diversiones.

Mas nuestro verano al Norte es la caricatura de los inviernos meridionales.

Aparece y se esfuma al punto; esto se sabe, aunque no lo queramos reconocer. Ya el

cielo cogía los matices del otoño, el sol brillaba con menos frecuencia, el día se hacía

más corto, la espesura misteriosa del bosque se deshojaba con lastimoso gemido, la

niebla se echaba encima de los campos, la banda chillona de los gansos se dirigía

hacia el Sur; se acercaba una época bastante aburrida. Ya pronto será noviembre.

La aurora se levanta en la niebla fría; en los campos, el ruido del trabajo se calla;

el lobo hambriento sale al camino con su loba; el caballo, presintiéndolo, relincha, y

el prudente caminante, galopando a rienda suelta, sube la cuesta. Ya no saca el pastor

con el alba las vacas del establo, y al mediodía no las reúne al son de la flauta. En la

isba la joven teje cantando; ante ella chisporrotea la viruta, amiga de las noches

invernales. Ya cruje el hielo y platean los campos; el arroyo, vestido de invierno,

brilla de manera más agradable que un suelo a la moda. El alegre grupo de los

chiquillos corta el hielo con los patines; el pesado ganso, pensando si nadará por el

curso del agua, anda cuidadosamente por encima con sus patas rojas, resbala y cae.

Los primeros copos de nieve revolotean alegres, centellean y cubren las orillas cual

estrellas. ¿Qué hacer con este tiempo en un lugar desierto? ¿Pasear? El campo en esta

época cansa bastante la mirada con su monótona desnudez. ¿Galopar a caballo por la

estepa inhospitalaria? El caballo, inseguro, con el casco embotado, engancha la nieve

y a cada momento parece que va a caer. Estate sentado bajo el techo solitario, lee: he

aquí a Prad y Walter Scott. ¿No quieres? Verifica los gastos, enfádate, bebe, y la larga

tarde transcurrirá de cualquier forma, mañana igual que hoy, y así pasarás el invierno

agradablemente.