El nieto de la niania vuelve tarde; ha visto al vecino y le ha entregado
personalmente la carta.
—Y el vecino, ¿qué?
—Iba a montar a caballo, y se guardó la carta en el bolsillo.
¡Ay! ¿Cómo terminará la novela?
El día pasó y no hubo contestación. Empezó otro; tampoco hubo nada. Pálida
como una sombra, vestida desde la mañana, Tatiana espera. ¿Cuándo llegará la
respuesta? Llegó el admirador de Olga.
—Díganos —preguntó la dueña—: ¿Dónde está su amigo? —y prosiguió—:
Parece ser que nos ha olvidado completamente.
Tania se ruborizó y se puso a temblar; Lenski contestó a la viejecita:
—Hoy prometió venir, pero, por lo visto, el correo le retuvo.
Tatiana fijó la mirada como si hubiera oído un reproche mordaz.
Oscurecía. En la mesa, crepitando, el samovar de la noche calentaba la tetera
china, bajo la cual flotaba un ligero vapor. Ya bebían el oloroso té, vertido en las
tazas con chorro oscuro por la mano de Olga, y el mozo servía la nata. Tatiana estaba
ante la ventana respirando sobre los fríos cristales, pensativa, ¡alma mía! Con su lindo
dedito escribía en el vidrio empañado las sagradas iniciales enlazadas de O y E.
Entretanto, su alma sufre y su triste mirada está llena de lágrimas. De pronto, oye
pasos. Se le hiela la sangre. Se acercan, saltan, y en el patio está Eugenio.
¡Ay! Tatiana, más ligera que el viento, vuela a la otra entrada, de la escalinata al
patio y de allí al jardín. Corre, corre, y no se atreve a mirar hacia atrás; en un instante
cruza los cercados, el puentecillo, el prado, la avenida que va al lago, el bosquecillo;
rompe los arbustos de las lilas, pisa las flores, se dirige hacia el riachuelo y, sofocada,
se deja caer en el banco.





