Érase una vez un vagabundo que se creía pintor, acostumbraba a visitar las galerías y contemplar las obras de Vincent van Gogh. Era suizo y nacido en una época turbulenta de 1878. Los vagabundos son desalineados de barba y parecen filósofos que sobreviven por siglos. Nuestro protagonista era un vagabundo en el sentido lírico y cuando escribía su rostro expresaba un vigor extraordinario. Decía que los pintores antiguos armonizaban el tono paisajístico adecuándolo a una necesidad pedagógica. “Al pintor ninguna persona le es indiferente”. Les maravillaba la creatividad de Albert Anker y lo consideraba un hombre dotado de racionalidad.
Captaba las virtudes de su pueblo. Un día salió rumbo al museo, buscaba un cuadro de Sigmund Freudenberger, un soldado que acudía a la guerra y se despedía de la familia. Al salir se sentaba en una plaza. Necesitaba adquirir nuevos conocimientos y aplicarlos a la vida real. Caminaba por la calle Manet y disfrutaba de las ocurrencias. Los retratos le enseñaban a mirar con libertad. Alegóricamente el vagabundo portaba un abrigo, por su apariencia desalineada parecía que trajera las barbas de van Gogh y en su brazo un libro titulado “Robert Walser Ante la pintura”.