Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. “¿Cómo un ser tan ínfimo” –sin duda estaba pensando el tirano– “es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?”. Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. “Por humildes que sean” –dijo indicando al pájaro– “hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros”.
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