CulturaLado B

La metamorfosis, por Kafka 50

A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El
padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y
se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada
siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida
como si nada la sostuviese, mostraba que de ninguna manera dormía.
Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le
habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus
planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que
pasaba, le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro
de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y
esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre
los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un
sonido retumbante.
-Queridos padres -dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe
sobre la mesa-, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo
sí me doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi
hermano, y por eso solamente digo: tenemos que intentar quitárnoslo
de encima. Hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y
aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche.
-Tienes razón una y mil veces -dijo el padre para sus adentros. La
madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente
sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación
en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía
estar enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras
de la hermana, se había sentado más derecho, jugueteaba con su gorra
por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la
mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía en
silencio.