CulturaLado B

La metamorfosis, por Kafka 46

-Pero si yo no tengo apetito -se decía Gregorio preocupado-, pero me
apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!
Precisamente aquella noche -Gregorio no se acordaba de haberlo oído
en todo el tiempo- se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían
terminado de cenar, el de en medio había sacado un periódico, les había
dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y leían
echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon con
atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del
vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto
a otros. Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:
-¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de
tocarse.
-Al contrario -dijo el señor de en medio-. ¿No desearía la señorita entrar
con nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más
cómodo y agradable?
-Naturalmente -exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el
padre con el atril, la madre con la partitura y la hermana con el violín.
La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los
padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones, y por ello
exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse
en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano
derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le
fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar
en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permanecía
sentada en un rincón apartado.