En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre
en voz baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no
era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía
que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero con la obstinación
que se había apoderado de él desde que se había convertido en
ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que,
normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes
esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya
podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones,
durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los
ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole
al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para
ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía
más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por
debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la
madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la
tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se
levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada carga,
se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que
no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la
hermana dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr
tras el padre y continuar ayudándolo.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio,
iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El
presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser
despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y
desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el trabajo más
pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura.
Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y
la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas,
hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio por la noche por la
conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de
queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado
grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía
trasladar a Gregorio.
Tags:Franz Kafka
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