Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la
escueta información de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho
uso de algún acto violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al
padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el tiempo ni la
posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó hacia la puerta de su
habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el
momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la
más sana intención de regresar inmediatamente a su habitación, y que
no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la
puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en
situación de advertir tales sutilezas.
-¡Ah! -gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese
furioso y contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó
hacia el padre. Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como
estaba allí; bien es verdad que en los últimos tiempos, puesta su
atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de
preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la
casa, y tenía realmente que haber estado preparado para encontrar las
circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre?
¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros
tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la
tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no
estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría,
sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los
poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las
festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre
Gregorio y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más
despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con
cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se
quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero
ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con
botones, como los que llevan los ordenanzas de los bancos; por encima
del cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por
debajo de las pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta,
de unos ojos negros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado,
estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó
su gorra, en la que había bordado un monograma dorado,
probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación
formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado,
las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las
manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo
que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y
Gregorio se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas.
Tags:Franz Kafka
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