Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse
a entrar en su habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo
ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente
se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica
un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre,
esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la
recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué
aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se
había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría.
Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto,
pero el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con
argumentos racionales, que Gregorio escuchaba con mucha atención, y
con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que
impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a ver
a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que
entrar a verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que
la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la
semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a
pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia,
quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión
infantil.
El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad.
Durante el día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por
consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado
por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad
estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera
la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la
costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el
techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo
muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad;
un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz
distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para
su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora,
naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como
lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante
caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión
que Gregorio había descubierto -al arrastrarse dejaba tras de sí, por
todas partes, huellas de su sustancia pegajosa- y entonces se le metió en
la cabeza proporcionar a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran
escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el
armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo sola, tampoco
se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado
seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía
ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera anterior, pero
había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente
cerrada y abrirla solamente a una señal determinada. Así pues, no le
quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una vez que
estaba el padre ausente.
Tags:Franz Kafka
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