-¡Madre, madre! -dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un
momento había olvidado completamente al apoderado; por el
contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y
cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los
brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía
ahora tiempo para sus padres. El apoderado se encontraba ya en la
escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última
vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor seguridad
posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez
varios escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en
toda la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció
desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había estado
relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al
apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución,
agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había
dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano
izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas
en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación
blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de
Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase
humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al
otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del
tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Tags:La Metamorfosis
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