Así escribía él, sombrío e indolente —lo que llamamos con romanticismo, aunque
yo no vea ningún romanticismo aquí; mas ¿qué importa?— y, al cabo de la aurora,
reclinando la cansada cabeza sobre la palabra «ideal», Lenski se quedó dormido
dulcemente. Pero no ha hecho más que sumirse en el encanto del sueño cuando entra
el vecino en el silencioso gabinete y le despierta con este llamamiento:
—¡Es hora de levantarse, son las siete! Seguramente, Onieguin ya nos espera.
Pero se equivocaba. En aquel momento Eugenio dormía con el sueño de un
muerto. Las sombras de la noche se desvanecen y el gallo celebra el nuevo día.
Onieguin sigue durmiendo profundamente. Ya está muy arriba el sol, y la ventisca
pasajera hace brillar y revolotear la nieve. Aún no ha dejado Eugenio el lecho;
todavía se halla en poder del sueño. Por fin se despierta, descorre las cortinas y mira.
Ve que ya era hora de marcharse hace tiempo.
Llama deprisa. El ayuda de cámara francés, Guillot, entra precipitadamente, le
ofrece la bata y los zapatos y le trae la ropa. Onieguin se apresura a vestirse, ordena al
criado que esté listo para acompañarle, y que también coja el estuche de las armas. Ya
está preparado el trineo de carreras; se sienta y vuela hacia el molino. Han llegado.
Manda al criado que le siga con los fatales estuches de Lepage, y que deje los
caballos en el prado, al lado de dos encinas.
Apoyado en un muro, Lenski espera desde hace rato con impaciencia. Entretanto,
Zaretski, como si entendiese de mecánica, se pone a criticar la rueda del molino.
Llega Onieguin disculpándose.
—Pero ¿dónde está su testigo? —pregunta con sorpresa Zaretski, que en los
duelos era un pedante muy amante de las reglas y que no permitía que se matase de
cualquier forma, sino según las severas leyes del arte, según la tradición de antaño.
(Por lo que hay que admirarle).
—¿Mi testigo? —dice Eugenio—. Aquí está; es mi amigo monsieur Guillot. No
creo que haya oposición alguna contra mi representante, que, aunque desconocido, es
un joven honrado.
Zaretski se mordió los labios. Onieguin pregunta a Lenski:
—¿Qué, empezamos?
—Cuando quieras —exclama Vladimir.
Se colocan detrás del molino, mientras nuestro Zaretski y el «joven honrado»
conciertan un solemne acuerdo; los enemigos se hallan en pie, mirando fijamente al
suelo. ¡Enemigos! Hace poco tiempo que el deseo de la sangre los separó. Antes se
comunicaban entre sí sus pensamientos y sus asuntos, pasaban juntos las horas de
ocio y las de comer. Pero hoy día, cual dos enemigos mortales, como en un sueño
terrible e incomprensible, en silencio, se preparan con maldad e indiferencia a
perderse mutuamente. ¿No sería mejor que rompieran a reír antes que sus manos se
tiñesen de sangre? ¿No valdría más separarse amistosamente? La enemistad mundana
teme a todo trance la vergüenza de un deshonor.