Una vez en casa, inspecciona las pistolas; después las vuelve a meter en el cajón,
y, ya vestido para acostarse, bajo la luz de la vela, abre un libro de Schiller. Pero su
angustioso corazón no descansa; sólo posee un pensamiento, sólo ve a Olga ante sí,
llena de indescriptible belleza. Vladimir cierra el libro y coge la pluma; sus versos
están llenos de enamorada futilidad, cantan y fluyen. Los lee en alta voz como
Delvig, ebrio en un festín. Los versos se han conservado por casualidad; yo los
tengo. Helos aquí:
Días dorados de mi primavera,
¿hacia dónde, hacia dónde os alejasteis?
Día futuro, ¿qué me deparas?
Mi mirada quiere adivinarlo en vano;
él se desvanece en la profunda
niebla.
Es inútil luchar contra el Destino.
Sus órdenes son inexorables.
¿Caeré atravesado por la flecha,
o pasará a mi lado sin rozarme?
Todo lo acogeré bien.
El sueño y la vigilia llegan a su
hora determinada.
¡Bendito sea el día de las
preocupaciones!
¡Bendita sea la llegada de las
tinieblas!
La estrella matutina brillará al alba.
El día alegre resplandecerá, mientras
yo
tal vez baje a la tinieblas de la
tumba.
El pasado Leteo se llevará el
recuerdo
del joven poeta. El mundo me olvidará.
Pero tú, ¡oh hermosa doncella!,
vendrás
a derramar una lágrima sobre esta urna,
erigida demasiado pronto, y a pensar:
“¡Él me amó; a mí tan sólo dedicó el
triste florecer de una vida
tempestuosa!”.
Ven, ven, deseada amiga del corazón:
¡yo soy tu esposo ideal!