CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 49

Una vez en casa, inspecciona las pistolas; después las vuelve a meter en el cajón,

y, ya vestido para acostarse, bajo la luz de la vela, abre un libro de Schiller. Pero su

angustioso corazón no descansa; sólo posee un pensamiento, sólo ve a Olga ante sí,

llena de indescriptible belleza. Vladimir cierra el libro y coge la pluma; sus versos

están llenos de enamorada futilidad, cantan y fluyen. Los lee en alta voz como

Delvig, ebrio en un festín. Los versos se han conservado por casualidad; yo los

tengo. Helos aquí:

Días dorados de mi primavera,

¿hacia dónde, hacia dónde os alejasteis?

Día futuro, ¿qué me deparas?

Mi mirada quiere adivinarlo en vano;

él se desvanece en la profunda

niebla.

Es inútil luchar contra el Destino.

Sus órdenes son inexorables.

¿Caeré atravesado por la flecha,

o pasará a mi lado sin rozarme?

Todo lo acogeré bien.

El sueño y la vigilia llegan a su

hora determinada.

¡Bendito sea el día de las

preocupaciones!

¡Bendita sea la llegada de las

tinieblas!

La estrella matutina brillará al alba.

El día alegre resplandecerá, mientras

yo

tal vez baje a la tinieblas de la

tumba.

El pasado Leteo se llevará el

recuerdo

del joven poeta. El mundo me olvidará.

Pero tú, ¡oh hermosa doncella!,

vendrás

a derramar una lágrima sobre esta urna,

erigida demasiado pronto, y a pensar:

“¡Él me amó; a mí tan sólo dedicó el

triste florecer de una vida

tempestuosa!”.

Ven, ven, deseada amiga del corazón:

¡yo soy tu esposo ideal!