—¿Qué te pasa, Tania?
—Me aburro; háblame de la antigüedad.
—¿De qué, Tania? Yo antes guardaba en mi memoria no pocas leyendas sobre los
malos espíritus y los jóvenes; pero hoy en día todo me parece entre brumas: lo que
sabía se me olvidó, y llegó la mala época.
—Niania, cuéntame algo acerca de tus pasados años; ¿estabas enamorada
entonces?
—¡Qué va, Tania! En aquella época no oíamos hablar de amor; de lo contrario, mi
suegra hubiera sido capaz de matarme.
—¿Pero cómo te casaste, niania?
—Como Dios manda; mi Juan era más joven que yo, vida mía, y yo no tenía más
que trece años. Durante dos semanas anduvo la casamentera por la casa de mi madre;
al fin, el pope me bendijo. Yo lloraba amargamente de miedo, mientras me
despeinaban las trenzas y me conducían, cantando, a la iglesia. Así me introdujeron
en una familia extraña; pero tú no escuchas.
—¡Ay, niania, estoy afligida; me aburro, estoy a punto de llorar!
—Hija mía, tú estás enferma. ¡Dios nos asista y nos salve! Pide lo que quieras;
deja que te rocíe con agua bendita; estás ardiendo.
—Yo no estoy enferma; yo…, sabes, niania, estoy enamorada.
—Pequeña mía, ¡Dios sea contigo!
La niania, rezando, persignaba a la niña:
«Yo estoy enamorada», murmuraba ella a la viejecita, con amargura.
—Nena de mi corazón, tú estás enferma.
—Déjame; estoy enamorada.
Entretanto, la luna riela, y con débil luz alumbra la pálida faz de Tania, sus
cabellos sueltos, sus lágrimas y el banco en el que está la viejecita junto a la heroína,
con un pañuelo sobre sus blancos cabellos y una amplia telogreika. El alma de
Tatiana volaba lejos mirando a la luna. De repente nació una idea en su cerebro.
—Vete, niania, déjame sola. Dame papel, pluma y acerca la mesa. Me acostaré
pronto; adiós.
Hela aquí sola. Todo está en silencio; la luna la baña con su débil luz. Recostada,
escribe; en su cerebro no existe nada más que Eugenio, y la irreflexiva carta de la
joven exhala su inocente amor. Ya está la carta escrita, plegada.
«¡Tatiana!, ¿para quién es?».
Ahora tengo que disculpar a mi Tania. Preveo que el crítico envidioso dirá en un
círculo mundano: «¿Será posible que no hayan inculcado a la pensativa doncella, de
antemano, las conveniencias que hay que adoptar?».
Por otra parte, el poeta tampoco tiene razón. ¿Es posible que en la primera
entrevista se haya enamorado ella de Onieguin, que éste la haya seducido? ¿Qué
inteligencia, qué habla pudieron de repente cautivarla? Espera, amigo mío; ya te lo
diré.
Conocí bellezas inaccesibles, frías y puras como el invierno, inexorables,
incorruptibles, inconcebibles para el cerebro; me admiraba de su orgullo a la moda,
de su virtud nativa, y confieso que huía de ellas; me parecía leer con espanto, encima
de sus cejas, este cartel:
«Abandona para siempre la esperanza».