Por el camino más corto galopan los dos amigos, a rienda suelta, hacia casa.
Ahora vamos a sorprender su conversación con cuidado.
—Bueno; ¿qué, Onieguin? Pero ¿bostezas?
—Es por costumbre, Lenski.
—Parece ser que hoy te aburres algo más que de costumbre.
—No, de la misma manera; pero me parece que ya está oscureciendo en el
campo. ¡Más deprisa! ¡Arre, arre, Andrychka! ¡Qué parajes tan desolados! A
propósito: Larina es una viejecita sencilla y muy simpática. ¡Oh!, me temo que el
agua de frambuesa va hacerme daño. Y, a propósito, dime: ¿cuál de ellas es Tatiana?
—Aquella que estaba triste y callada, como Svetlana, y que a nuestra llegada su
fue a sentar junto a la ventana.
—¿Es posible que estés enamorado de la pequeña?
—¿Qué tiene de particular?
—Si fuera poeta, como tú, escogería a la otra. No hay vida en las facciones de
Olga: es igual que una madona de Van Dyck; su cara es redonda y sonrosada, como la
de esta luna estúpida en este desolado firmamento.
Vladimir le contestó secamente, y después guardó silencio durante el resto del
camino.
Entretanto, la aparición de Onieguin en casa de los Larin hizo gran impresión y
distrajo a todos los vecinos. Corrió adivinanza tras adivinanza; todos se pusieron a
charlar, bromear, juzgar sin miramiento, y destinaron un novio a Tatiana; algunos
hasta aseguraron que la boda ya estaba decidida, pero que se aplazaba porque no
habían encontrado sortijas a la moda. En cuanto a la boda de Lenski, hace tiempo que
la habían decidido.
Tatiana escuchaba con pesar tales habladurías; pero en secreto, con inconfesable
alegría, pensaba en ello, y en su corazón germinó la idea, cual grano que cae en la
tierra y es reanimado por el fuego de la primavera. Llegó su hora, se enamoró. Hacía
mucho tiempo que su imaginación, consumiéndose en languidez y aburrimiento,
ardía deseosa de fatalidad: hacía mucho tiempo que la tristeza de su corazón le
oprimía el pecho; el alma esperaba a alguien. Y llegó la realización; se le abrieron los
ojos, y dijo: «¡Es él!». Ahora, el día, la noche, el sueño ardiente solitario, todo está
lleno de él; todo habla de él sin cesar a la linda doncella con mágico poder. Le cansan
el sonido de las cariñosas palabras, la mirada solícita de la sirvienta, y, sumida en la
tristeza, no escucha a los invitados; maldice su inoportuna llegada y su prolongada
estancia. Ahora, ¡con qué atención lee las dulces novelas de amor! ¡Con qué vivo
placer bebe el engaño seductor! Su imaginación poderosa da vida a los héroes: al
amante de Julia de Wolmar, a Melek-Adel, a Linar, a Werther, mártir apasionado, y al
incomparable Grandison —que hoy tan sólo produce sueño—. Se juntaron todos para
la dulce soñadora en una sola imagen; se unieron en Onieguin. Se figuraba ser la
heroína de sus queridísimos autores: Clarisa; Julia; Delfina; Tatiana vaga en la
tranquilidad del bosque con el libro peligroso. En él busca y encuentra su secreto
ardor, sus sueños, los frutos de su corazón; suspira, se atribuye el entusiasmo, la
tristeza de estos personajes, y en el olvido de su soledad construye mentalmente la
carta para el simpático héroe. Nuestro protagonista, sea quien fuese, no es, desde
luego, ningún Grandison.