Al volver a su pueblo natal, Vladimir Lenski visitó la tumba de su vecino, dedicó
un suspiro a sus restos y durante largo tiempo guardó la tristeza de su corazón. «¡Poor
Yorik!» —exclamó con pesar—; me tuvo en sus brazos, y ¡qué a menudo jugué yo
con su medalla de Ochakov! Me destinaba a Olga y decía: «¿Llegaré a verlo?».
Lleno de sincera tristeza, Vladimir compuso allí mismo un madrigal funerario. En el
propio sitio visitó llorando los restos mortales de sus padres. ¡Ay!, en los surcos de la
vida, las generaciones, cual cosechas instantáneas, bajo la voluntad de la Providencia,
nacen, maduran, caen y otras les siguen. Así nuestra inconsciente generación crece,
se atormenta, arde y se apresura hacia la tumba de sus antepasados. ¡Ya llegará, ya
llegará nuestra hora!, y nuestros nietos nos harán salir bien pronto de este mundo.
Mientras tanto, gozad de esta vida ligera, amigos míos; comprendo su vacío, estoy
poco ligado a ella, cerré los ojos para no ver visiones; pero de cuando en cuando
lejanas esperanzas atormentan mi corazón. Me sería penoso dejar el mundo sin rastro
alguno; no vivo y escribo para las alabanzas, aunque creo que me gustaría glorificar
mi triste suerte para que, por lo menos, algún verso, cual fiel amigo, recuerde mi
persona. Tal vez conmueva a alguien, y, conservada por el Destino, no se perderá en
el tiempo la estrofa compuesta por mí. Quizá —¡halagadora esperanza! — un futuro
principiante, señalando mi glorioso retrato, dirá: «¡Este sí que era un poeta!». Recibe
mi agradecimiento, admirador de las apacibles Aónides. ¡Oh tú, cuya memoria
guardará mi fugitiva creación, cuya mano indulgente acariciará los laureles del viejo!