CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 17

Ella regaló al poeta los juveniles entusiasmos del primer ensueño, y, pensando en

ella, nació la inspiración del primer lamento en su lira. ¡Adiós los dorados juegos! Él

se puso a buscar la profundidad del bosque, la tranquilidad, la noche, las estrellas y la

luna; la luna, lámpara del cielo, a la que dedicamos el paseo entre las tinieblas

nocturnas, y las lágrimas, consuelo de los secretos tormentos. Pero hoy día sólo

vemos en ella a la sustituta de los faroles mal encendidos. Siempre modesta y

obediente, alegre como la mañana, sencilla como la vida del poeta, agradable cual

beso de amor, de ojos azules como el cielo, Olga poseía todos los encantos: la

sonrisa, los bucles dorados, los movimientos, la voz, el talle esbelto; mas coged

cualquier novela, y encontraréis, seguramente, su retrato. Es muy lindo, y antes

también me gustaba a mí; pero ahora me cansa muchísimo. Permitidme, lector, que

me ocupe de la hermana mayor.

Su hermana se llamaba Tatiana. Al principio, tal nombre aclara las primeras

páginas de una dulce novela. ¿Y qué? Es agradable, sonoro; pero a él está ligado el

recuerdo de la antigüedad o de las muchachas. Todos tenemos que reconocer nuestra

falta de gusto en nuestros hombres —no vamos a hablar de los versos—; la

instrucción no se nos ha transmitido; sólo nos ha comunicado maneras afectadas, y

nada más. Y así, llamábase Tatiana; no atraía por la belleza, como su hermana, ni por

la lozanía de sus mejillas. Salvaje, triste y callada, cual asustada gacela del bosque,

parecía una extraña en su propia familia; no sabía prodigar caricias a su padre y a su

madre; de pequeña, no quería jugar con los otros niños, ni saltar, y muchas veces se

pasaba el día entero sentada a la ventana, sola y silenciosa. El ensueño, su amigo

desde los primeros días de su infancia, adornó de ilusiones su apacible vida

campestre. Sus delicados dedos no conocían la aguja, no se plegaban sobre el bastidor

ni animaban la tela con bordados de seda. En general, el deseo de mandar se conoce

por el síntoma siguiente: la niña, al jugar con la muñeca, se prepara a las

conveniencias, a las leyes de la sociedad, y repite gravemente las lecciones de su

mamá. Pero ni siquiera a esta edad las manos de Tatiana cogieron las muñecas; no

hablaba con ellas de las noticias del mundo, ni de la moda. Las travesuras infantiles le

eran desconocidas; prefería escuchar, en la oscuridad, en las noches invernales,

relatos espantosos, que seducían su corazón. Cuando la niania reunía en la vasta

pradera a todas las amiguitas de Olga, no jugaba con ellas a las gorelki; le aburrían

sus risas chillonas y el ruido de las diversiones atolondradas. Le gustaba esperar en el

balcón la salida del sol, ver cómo en la palidez del cielo desaparecían las estrellas a la

luz del alba, y poco a poco se iluminaba el borde de la tierra, y el mensajero de la

mañana llegaba al soplo del viento. En invierno, cuando la sombra nocturna se

apodera durante tanto tiempo de medio mundo, y cuando el Oriente duerme

perezosamente en ocioso silencio, ante la luna opaca, se despertaba a la hora habitual

y se levantaba a la luz de las bujías.