Pero, claro, Lenski no tenía ganas de arrastrar las cadenas del matrimonio, y
deseaba con todo su corazón entablar amistad con Onieguin. Por fin se entendieron;
más la ola y la piedra, los versos y la prosa, el hielo y el fuego no son tan diferentes
entre sí. Al principio, por esta mutua diferencia, se juzgaron ambos aburridos;
después se gustaron; más tarde empezaron a montar juntos a caballo, y muy pronto se
hicieron inseparables. Así la gente —lo reconozco el primero— busca amigos por no
tener nada que hacer. Pero entre nosotros no hay amistad; los prejuicios nos hacen
considerar a los demás como ceros a la izquierda, juzgándonos unidades; nos creemos
unos Napoleones y tratamos a la mayoría de la gente como simples animales que sólo
nos sirven de instrumento: el sentimiento nos parece ridículo y extraño. Eugenio era
mucho más transigente, aunque conociera bien a la gente y la despreciara en general;
pero no hay regla sin excepción, y distinguía mucho a algunos, porque, en el fondo,
respetaba los sentimientos ajenos. Escuchaba a Lenski con una sonrisa; todo le
parecía nuevo; el inflamado lenguaje del poeta, su inteligencia, aún vacilante en las
opiniones, y su mirada siempre inspirada. No dejaba salir de sus labios palabras
desilusionadoras, y pensaba: «Es inútil querer deshacer su gozo momentáneo; que
viva por ahora creyendo en la perfección del mundo; tiempo vendrá en que se rompa
su encanto sin mi intervención; perdonemos los arrebatos, el ardor, el delirio de los
años juveniles».
Entre ellos todo suscitaba discusiones, y esto los atrajo a la reflexión. Los
acuerdos de las antiguas tribus, los frutos de la ciencia, el bien y el mal, los prejuicios
de los siglos, el destino y la vida, todo se sometía por turno a su juicio. El poeta, en la
vehemencia de sus opiniones, leía párrafos de autores del Norte, y el indulgente
Eugenio, aunque no los entendía mucho, escuchaba atentamente al joven. Pero el
amor era lo que más a menudo ocupaba los espíritus de mis dos solitarios. Liberados
de sus revoltosos poderes, Onieguin decía de él, con un involuntario suspiro de pena:
«¡Dichoso el que vivió sus inquietudes y, al fin, se liberó de ellas! ¡Dichoso quien no
las conoció y apagó el amor con la separación, quien evitó la enemistad con
sarcasmo, bostezó con sus amigos y su mujer, sin estar atormentado por el suplicio de
los celos, y no confió al juego el capital seguro de sus abuelos!».