Admirador de la verdadera dicha, no celebraba las redes de la voluptuosidad, como
aquel cuya alma fría, llena de vergonzosa apatía, presa de malsanos desvaríos,
víctima de pasiones funestas, persigue en su aburrimiento la imagen de los goces
pasados, y, en su locura, los descubre al mundo en poemas fatales.
Cantantes del ciego arrebato, en vano nos comunicáis en las elegías vuestras
impresiones sobre las travesuras juveniles; en vano las vírgenes, que son discreción,
escuchan atentamente los sonidos de la dulce lira, fijan en vosotros cariñosas
miradas, sin atreverse a empezar la conversación; en vano le gusta a la frívola
juventud celebraros en los festines; ella guarda en el corazón y en los labios la tierna
dulzura de los versos que, venciendo su timidez, murmura al oído de las doncellas
avergonzadas. Con sonidos y palabras vacías sembráis la maldad viciosa. Cantantes
del amor, decid vosotros mismos, ¿cuál es vuestro oficio? No os coronarán ante el
Juez Palas, no obtendréis recompensa; la posteridad no os reconocerá. ¿Es decoroso
para un altivo poeta el ocuparse de industria? Pero os son más gratas, lo sé por
experiencia, las lágrimas mezcladas de sonrisas; habéis nacido para la gloria
femenina; no os importa el murmullo; me dais lástima y me sois simpáticos; no sois
como el severo Lenski, cuyos versos las madres ordenaron, desde luego, leer a sus
hijas.
Loaba el amor puro y dócil, y su melodía era clara como el espíritu de la joven
sencilla como el sueño de un recién nacido, como la luna, diosa del secreto y de los
dulces suspiros en el tranquilo desierto del cielo. Cantaba la separación y la tristeza,
un «algo», la brumosa lejanía y las románticas rosas. Cantaba los lejanos países en
los que sus lágrimas ardientes corrieron en silencio. Cantaba el marchito color de la
vida casi a los dieciocho años. En aquel desierto, donde sólo Eugenio podía apreciar
sus dotes, no le gustaban los festines de los señores; huía de sus ruidosas tertulias, de
su conversación prosaica sobre la siega, el vino, los perros y los parientes, en las que,
naturalmente, no brillaban por la sensibilidad, ni el fulgor poético, ni siquiera por la
más elemental noción de arte. La charla de sus lindas esposas era mucho menos
interesante aún. Rico, de buen tipo, Lenski era recibido en todos sitios como un
posible pretendiente; tal es la costumbre en los pueblos. Todos querían casar a sus
hijas con aquel vecino medio ruso; en cuanto entraba él, la conversación giraba en
torno al aburrimiento de la vida de soltero; le llamaban junto al samovar, y Dunia
servía el té, mientras sus familiares le murmuraban: «Pon toda tu atención». Después,
traían la guitarra y, ¡Dios mío!, se ponía a chillar: «Ven a mi palacio dorado».