CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 14

Admirador de la verdadera dicha, no celebraba las redes de la voluptuosidad, como

aquel cuya alma fría, llena de vergonzosa apatía, presa de malsanos desvaríos,

víctima de pasiones funestas, persigue en su aburrimiento la imagen de los goces

pasados, y, en su locura, los descubre al mundo en poemas fatales.

Cantantes del ciego arrebato, en vano nos comunicáis en las elegías vuestras

impresiones sobre las travesuras juveniles; en vano las vírgenes, que son discreción,

escuchan atentamente los sonidos de la dulce lira, fijan en vosotros cariñosas

miradas, sin atreverse a empezar la conversación; en vano le gusta a la frívola

juventud celebraros en los festines; ella guarda en el corazón y en los labios la tierna

dulzura de los versos que, venciendo su timidez, murmura al oído de las doncellas

avergonzadas. Con sonidos y palabras vacías sembráis la maldad viciosa. Cantantes

del amor, decid vosotros mismos, ¿cuál es vuestro oficio? No os coronarán ante el

Juez Palas, no obtendréis recompensa; la posteridad no os reconocerá. ¿Es decoroso

para un altivo poeta el ocuparse de industria? Pero os son más gratas, lo sé por

experiencia, las lágrimas mezcladas de sonrisas; habéis nacido para la gloria

femenina; no os importa el murmullo; me dais lástima y me sois simpáticos; no sois

como el severo Lenski, cuyos versos las madres ordenaron, desde luego, leer a sus

hijas.

Loaba el amor puro y dócil, y su melodía era clara como el espíritu de la joven

sencilla como el sueño de un recién nacido, como la luna, diosa del secreto y de los

dulces suspiros en el tranquilo desierto del cielo. Cantaba la separación y la tristeza,

un «algo», la brumosa lejanía y las románticas rosas. Cantaba los lejanos países en

los que sus lágrimas ardientes corrieron en silencio. Cantaba el marchito color de la

vida casi a los dieciocho años. En aquel desierto, donde sólo Eugenio podía apreciar

sus dotes, no le gustaban los festines de los señores; huía de sus ruidosas tertulias, de

su conversación prosaica sobre la siega, el vino, los perros y los parientes, en las que,

naturalmente, no brillaban por la sensibilidad, ni el fulgor poético, ni siquiera por la

más elemental noción de arte. La charla de sus lindas esposas era mucho menos

interesante aún. Rico, de buen tipo, Lenski era recibido en todos sitios como un

posible pretendiente; tal es la costumbre en los pueblos. Todos querían casar a sus

hijas con aquel vecino medio ruso; en cuanto entraba él, la conversación giraba en

torno al aburrimiento de la vida de soltero; le llamaban junto al samovar, y Dunia

servía el té, mientras sus familiares le murmuraban: «Pon toda tu atención». Después,

traían la guitarra y, ¡Dios mío!, se ponía a chillar: «Ven a mi palacio dorado».