CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 12

Capítulo II

¡Oh Rusia, inmensa aldea!

El pueblo donde se aburría Eugenio era un rinconcito encantador; allí el amigo de

los deleites inocentes podrá bendecir al cielo. La casa señorial, aislada y protegida de

los vientos por una montaña, dominaba el riachuelo; a lo lejos, frente a ella, los

prados y los jardines dorados en flor mezclaban sus matices. Aquí y allí aparecían

aldeas; los rebaños andaban errantes por los campos, y la entrada ensanchaba el

profundo, enorme y abandonado parque, refugio de las pensativas dríadas. El

respetable castillo, sólido y tranquilo, fue construido al gusto de la sabia antigüedad.

Las estancias eran todas altas y espaciosas; el salón estaba tapizado de seda; de las

paredes colgaban retratos de los zares, y estufas de azulejos lo adornaban. Todo

estaba ahora descolorido, no sé francamente por qué; pero la verdad es que a mi

amigo también le tenía sin cuidado, pues bostezaba del mismo modo en un salón

moderno que en uno antiguo.

Se estableció en aquel ambiente sosegado, en el que el antiguo dueño mató

moscas, regañó con el ama de llaves y miró por la ventana durante cuarenta años.

Todo era sencillo: el suelo de roble, los dos armarios, la mesa, el diván de plumas;

pero era imposible encontrar la mínima mancha de tinta. Onieguin abrió los armarios;

en uno encontró el libro de las cuentas; en otro, un verdadero regimiento de licores,

jarros con sidra y un calendario del año mil; el anciano, siempre muy ocupado, no

había consultado nunca más libros que éstos. Solo en medio de sus posesiones, al

principio, para pasar el rato, pensó Eugenio en establecer un nuevo orden. En su

desierto, el sabio solitario sustituyó el yugo de la antigua barchina por un sencillo obrok,

y el siervo bendijo al cielo. Sin embargo, uno de sus vecinos, calculador y

avaro, se enfadó con él, viendo en esto un mal terrible; otro sonrió astutamente, y

todos sin excepción, acordaron a coro que era un chiflado peligroso.