Onieguin estaba decidido a visitar conmigo todos los países desconocidos; pero el
destino nos separó muy pronto por mucho tiempo. Por aquel entonces murió su
padre; delante de Eugenio se reunió un regimiento de avarientos acreedores. Como
cada uno tiene su inteligencia y su manera de reaccionar, Eugenio, que odiaba los
pleitos, se encontró con su suerte; les entregó la herencia, no viendo en ello una gran
pérdida o previendo desde lejos la muerte de su tío. Efectivamente, de pronto recibe
una carta del intendente anunciándole que su tío está en cama muriéndose, y que le
alegraría despedirse de él. Después de leer el triste mensaje, Eugenio se puso en
camino apresuradamente, bostezando de antemano y dispuesto, por el dinero, a los
suspiros, al aburrimiento y al engaño. Y aquí empecé yo mi novela. Pero al llegar al
pueblo ya encontró a su tío sobre la mesa mortuoria, preparado como un obsequio
para la tierra. En el patio había una multitud de sirvientes; de todas partes llegaban,
para ver al muerto, sus amigos y enemigos, así como los frecuentadores de entierros.
Enterraron al difunto; los curas y los invitados comieron y bebieron, y después se
retiraron gravemente, como si se hubiese tratado de un negocio.
Dueño completo de los talleres, aguas, bosques y tierras, he aquí a nuestro
Onieguin convertido en provinciano, muy contento de haber cambiado la antigua ruta
de su vida. Durante dos días, la soledad de las praderas, la frescura del bosque
sombrío, el susurro del tranquilo riachuelo le parecieron algo nuevo; al tercer día, el
bosquecito, el monte y los campos ya no le entretuvieron; más tarde le dieron sueño;
después vio claramente que hasta en el campo reina el mismo aburrimiento, aunque
no haya calles, ni palacios, ni cartas de amor, ni bailes, ni versos. La jandra le seguía,
siempre en guardia, como si fuese su sombra o una fiel esposa.
Yo, sin embargo, había nacido para la tranquilidad del campo. En la soledad
resuena mejor la voz de mi lira, adquieren más vida mis ensueños de creador, me
consagro a inocentes placeres, vago por las orillas del lago solitario y el dolce far
niente es mi ley. Cada día me despierto para la dulce indolencia, leo poco, como
mucho y no corro tras la gloria. ¿No es así como pasé mis años dichosos de juventud
en la tranquilidad y el reposo? ¡Flores, amor, aldea, prados, ocio, os quedo
consagrado con toda mi alma!