Cultura

Vida de ingeniero, por Javier J. Rdz. Vallejo

La vida laboral del ingeniero es una carrera que deja satisfacciones, se jactan de mover al mundo, y bajo una personalidad ególatra disfrutaba realizar innovaciones. Tienen un buen sueldo, pero no lo suficiente comparado con los abogados y doctores, ya que la responsabilidad es muchas mortificaciones. Tienen que adaptarse a los tres turnos y comúnmente sacrifican los días de descanso, que son fechas que deberían dedicárselos a la familia. Nuestro protagonista era un ingeniero que tenía poco tiempo para leer y escribir, aunque eso no lo limitaba. Siempre buscaba un espacio, en los descansos y después de la comida, en cama minutos antes de dormir.

La pandemia era una época difícil, pero trataba de encontrarle el lado bueno a la situación. Era fácil reconocer a nuestro ingeniero que se llamaba Felipe, era de estatura media, portaba un pantalón Docker y una camisa de manga larga. Siempre andaba fajado y con zapatos de seguridad. Portaba un chaleco reflejante, lentes de seguridad, casco y guantes. Su equipo de seguridad estaba diseñado para protegerse las partes del cuerpo que pudieran estar expuestas a un peligro. Las empresas han trabajo mucho en el tema, hace 30 años no se tenía la cultura de la seguridad industrial. Ahora era una obligación que debían cumplir ante las autoridades.

Despertaba a las cuatro de la mañana, se daba un baño y se iba a trabajar, sus horas para escribir eran pocas y cuando estaba en casa, a cada rato sonaba su celular y tenía que atender las necesidades. No era fácil su vida y debía tener una vocación de servicio y siempre dispuesto a ayudar. Su personalidad era vigorosa, era agudo en sus razonamientos, siempre estaba dispuesto a conocer nuevos conocimientos, como si fuera un niño que arma y desarma sus juguetes. En su imaginación construía casas y caminos, potencialmente su mentalidad era clarividente.

No todo era trabajo, hubo un día que decidió irse con su esposa y dos hijas hacia una cabaña de la montaña, el paisaje de Arteaga era hermosísimo. Era un sábado que irradiaba alegría y el ingeniero leía a Sócrates, ese filósofo griego de barba larga. Al otro día hojeaba el periódico, decían que estaban aplicando vacunas para la pandemia, decidió no continuar con la lectura. Preparaba el desayuno, huevito con jamón y tortillas de harina. Su esposa le servía el café y la familia se sentaba en la mesa. Sonreían y disfrutaban de aquel escenario tan encantador que hasta los pájaros volaban.

Las niñas salieron a jugar y se quedaba un momento solitario. El aire estaba frío y le daba un trago a su café. Observaba el horizonte verde con inmensidad de pino, sacaba su libreta y se ponía a dibujar un árbol de manzanas que estaba frente a sus ojos. No era tan buen dibujante, pero era una actividad que le causaba un extraño placer. Me abstendré de describir los versos que escribió en el dibujo, pero todas sus palabras tenían fuego y un grado de inefabilidad.

La montaña le proporcionaba un bienestar, disfrutaba a su familia. Era como un pájaro que añoraba volar hacia mejores esferas. Por un instante había olvidado su realidad y lo virtuoso que era. Se había puesto a escribir un relato en el que llevaba tiempo trabajando, estaba ilusionado y el otoño le despertaba simpatías. Sus vivencias eran complicadas y trataba de concentrarse en las cosas buenas, escribía pensando en sus hijas. Su esposa le servía su segunda taza de café y una dona de azúcar. El olor era sabroso y continuaba escribiendo, gozando del momento. Su mujer le decía que fueran a pasear por el bosque y disfrutar de la inefable paz. Dialogaban afablemente, cuando de pronto sonaba el celular. Le decían que tenía que presentarse al siguiente día al trabajo. Trato de tomarlo con serenidad y no echar a perder el día.

En la noche estaban conversando, luego de eso se ponía a leer y preparaba su mente para el siguiente día. Amaba tanto a su esposa que siempre buscaba tener tiempo juntos. Sus compañeros le decían que era muy romántico y mandilón, pero eso no importaba. Tenía la cualidad de escribirle cartas a su esposa y ella disfrutaba leerlas. Su poco tiempo de lectura era eficaz. Trabajaba arduamente para juntar demasiado dinero y tener un negocio que le diera tranquilidad financiera. No veía televisión porque la consideraba apocalíptica.

Sonaba el despertador, pero había decidido no ir a trabajar, dormía a plenitud para tener un día especial. Había soñado que estaba de viaje en la playa de Miami. Lo cierto era que la montaña de Arteaga inspiraba hospitalidad de un día maravilloso. Su esposa al abrir los ojos veía que su amado marido le servía un café y unas galletas con chispas de chocolate. A ella le fascinaban los detalles de las costumbres arcaicas y los consideraba encantadores. Le hacía un guiño coqueto y con humor sonreían. La vida se componía de esos instantes de caricias románticas y sorpresas inesperadas.

Sonaba la alarma, era otro día, el ingeniero despertaba y se alistaba para irse a trabajar, en sus adentros pensaba que era importante darle un mejor futuro a su familia. Su espíritu honrado fue algo en lo que forjaba su ley. Desde niño era más sobresaliente de la clase y el hijo amado de padre. Hoy vivía una etapa difícil por la pandemia y esperaba que la situación tuviera un final de libertad. historiador82@yahoo.com

“El escritor debe esforzarse en escribir como si estuviera en un salón (no importa si de pie o sentado) y contara de viva voz al resto de los presentes, gente amable y sensible con lo que es decente, una historia que no debe ser demasiado entretenida”. -Robert Walser

Javier J. Rdz. Vallejo. Es profesor y columnista en 7 de junio.