CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 21

Por el camino más corto galopan los dos amigos, a rienda suelta, hacia casa.

Ahora vamos a sorprender su conversación con cuidado.

—Bueno; ¿qué, Onieguin? Pero ¿bostezas?

—Es por costumbre, Lenski.

—Parece ser que hoy te aburres algo más que de costumbre.

—No, de la misma manera; pero me parece que ya está oscureciendo en el

campo. ¡Más deprisa! ¡Arre, arre, Andrychka! ¡Qué parajes tan desolados! A

propósito: Larina es una viejecita sencilla y muy simpática. ¡Oh!, me temo que el

agua de frambuesa va hacerme daño. Y, a propósito, dime: ¿cuál de ellas es Tatiana?

—Aquella que estaba triste y callada, como Svetlana, y que a nuestra llegada su

fue a sentar junto a la ventana.

—¿Es posible que estés enamorado de la pequeña?

—¿Qué tiene de particular?

—Si fuera poeta, como tú, escogería a la otra. No hay vida en las facciones de

Olga: es igual que una madona de Van Dyck; su cara es redonda y sonrosada, como la

de esta luna estúpida en este desolado firmamento.

Vladimir le contestó secamente, y después guardó silencio durante el resto del

camino.

Entretanto, la aparición de Onieguin en casa de los Larin hizo gran impresión y

distrajo a todos los vecinos. Corrió adivinanza tras adivinanza; todos se pusieron a

charlar, bromear, juzgar sin miramiento, y destinaron un novio a Tatiana; algunos

hasta aseguraron que la boda ya estaba decidida, pero que se aplazaba porque no

habían encontrado sortijas a la moda. En cuanto a la boda de Lenski, hace tiempo que

la habían decidido.

Tatiana escuchaba con pesar tales habladurías; pero en secreto, con inconfesable

alegría, pensaba en ello, y en su corazón germinó la idea, cual grano que cae en la

tierra y es reanimado por el fuego de la primavera. Llegó su hora, se enamoró. Hacía

mucho tiempo que su imaginación, consumiéndose en languidez y aburrimiento,

ardía deseosa de fatalidad: hacía mucho tiempo que la tristeza de su corazón le

oprimía el pecho; el alma esperaba a alguien. Y llegó la realización; se le abrieron los

ojos, y dijo: «¡Es él!». Ahora, el día, la noche, el sueño ardiente solitario, todo está

lleno de él; todo habla de él sin cesar a la linda doncella con mágico poder. Le cansan

el sonido de las cariñosas palabras, la mirada solícita de la sirvienta, y, sumida en la

tristeza, no escucha a los invitados; maldice su inoportuna llegada y su prolongada

estancia. Ahora, ¡con qué atención lee las dulces novelas de amor! ¡Con qué vivo

placer bebe el engaño seductor! Su imaginación poderosa da vida a los héroes: al

amante de Julia de Wolmar, a Melek-Adel, a Linar, a Werther, mártir apasionado, y al

incomparable Grandison —que hoy tan sólo produce sueño—. Se juntaron todos para

la dulce soñadora en una sola imagen; se unieron en Onieguin. Se figuraba ser la

heroína de sus queridísimos autores: Clarisa; Julia; Delfina; Tatiana vaga en la

tranquilidad del bosque con el libro peligroso. En él busca y encuentra su secreto

ardor, sus sueños, los frutos de su corazón; suspira, se atribuye el entusiasmo, la

tristeza de estos personajes, y en el olvido de su soledad construye mentalmente la

carta para el simpático héroe. Nuestro protagonista, sea quien fuese, no es, desde

luego, ningún Grandison.