CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 18

Muy pronto se aficionó a las novelas, que la compensaban de todo; se enamoró de

los engaños de Richardson y de los de Rousseau. Su padre, hombre bueno, aunque ya

retrasado para el siglo pasado, no veía en los libros mal alguno; como no los leía

nunca, pensaba que eran juguetes frívolos, y no se preocupaba de saber qué tomo

secreto dormitaba hasta la mañana bajo la almohada de su hija; en cuanto a su esposa,

le encantaba Richardson. Le gustaba, no porque leyese a este autor ni porque

prefiriese Grandison a Lovelace, sino porque en tiempos pasados su prima de Moscú,

la princesa Paulina, le había hablado a menudo de ellos. En aquella época, su esposo

no era más que su novio, y ella suspiraba involuntariamente por otro que, por su

inteligencia y su corazón, le gustaba mucho más; su Grandison era un simpático

pisaverde, jugador y sargento de la guardia. Lo mismo que él, ella iba siempre vestida

a la última moda y con gusto. Pero, sin pedir su consejo, condujo al altar a la joven; el

sensato marido se la llevó muy pronto a su finca, en donde, al principio, y rodeada

por gente que Dios sabría quiénes eran, ella lloraba, se afligía, se quería escapar, y

estuvo a punto de separarse del esposo. Después, empezó a ocuparse de su casa; se

acostumbró, y se puso contenta (la costumbre nos es concedida desde arriba para

suplir la dicha); el hábito dulcificó su incurable dolor. Pronto un gran descubrimiento

la consoló del todo; entre los quehaceres y el reposo halló el secreto para mandar a su

antojo a su marido, y desde entonces todo marchó a pedir de boca. Ella se ocupaba de

los trabajos, preparaba para el invierno conservas de setas, llevaba la cuenta de los

gastos, castigaba a los criados cortándoles el pelo, pegaba a los sirvientes cuando se

enojaba, y los sábados iba a los baños; todo esto sin consultar con su marido.

Tiempos atrás escribía con sangre versos en los álbumes de sus dulces amigas;

llamaba Pauline a Praskovia

, hablaba alargando las palabras, pronunciaba la ene a

la francesa y llevaba el corsé muy ajustado. Todo cambió muy pronto: el corsé, el

álbum, la princesa Pauline, el cuaderno con versos sentimentales; todo fue olvidado:

llamó a Celina Akulka y, al fin, estrenó la bata guatada y la cofia.

Su marido la quería sinceramente y no se mezclaba en sus fantasías;

inconscientemente, le confiaba todo, y, como ella, comía y bebía en batín. Su vida

transcurría tranquila; a veces, al anochecer, se reunían unas cuantas familias amigas y

algunos vecinos para lamentarse, cotillear y reírse un poco. El tiempo pasaba;

entretanto, mandaban preparar el té a Olga; después llegaba la hora de la cena; más

tarde, la de dormir, y los invitados se iban. Respetaban las buenas costumbres de

antaño en su vida apacible; por Cuaresma, tenían la costumbre de hacer blini

rusos; confesaban y comulgaban dos veces al año; les gustaban los columpios, las

canciones de mesa y los jorovod. El día de la Trinidad, cuando la gente escuchaba,

bostezando, el tedéum, conmovidos, dejaban correr tres lágrimas. El kvas les era

tan necesario como el aire; en la mesa se servía a los invitados por orden, según

rango. De esta suerte envejecían juntos y, por fin, se abrieron ante el esposo las

puertas de la tumba y recibió una nueva corona. Murió antes de la hora de la comida,

llorado por su vecino, sus hijas y su sincera esposa. Era un señor sencillo y bueno, y

allí donde reposan sus restos mortales dice la dedicatoria del monumento:

BAJO ESTA PIEDRA

YACE EN PAZ EL HUMILDE PECADOR

DIMITRI LARIN

ESCLAVO DEL SEÑOR Y BRIGADIER