Al principio iban todos a visitarle; pero en cuanto vislumbraba sus coches caseros
a lo lejos del camino real, mandaba que le ensillasen su caballo del Don y salía por la
puerta trasera. Ofendidos por tal acto, todos rompieron su amistad con él. «Nuestro
vecino es un ignorante, un chiflado, un masón, y bebe vaso tras vaso de vino tinto, no
besa la mano a las señoras y habla a la manera moderna». Tal era la opinión general.
Por aquella época llegó al pueblo un nuevo propietario, llamado Vladimir Lenski;
también dio motivos de un severo juicio a la vecindad. Bello en la plenitud de sus
mejores años, con bucles negros hasta los hombros, de alma hermana a la de Goethe,
admirador de Kant y poeta, por añadidura; de espíritu fogoso y bastante raro, poseía,
además, un lenguaje exaltado. De la brumosa Alemania trajo frutos de sabiduría y
fantásticos sueños. Su alma n se había marchitado aún con la fría corrupción de la
vida; el saludo de un amigo y el cariño de las jóvenes le consolaban; su corazón
bueno e inexperto alimentaba esperanzas. El lujo y el bullicio del mundo fascinaban
todavía su inteligencia juvenil. Entretenía las dudas de su corazón con dulces sueños;
el fin de nuestra vida era para él un atrayente enigma, ante el que se rompía la cabeza
y sospechaba milagros. Creía que un alma gemela tenía que unirse a la suya, que,
languideciendo, le esperaba impaciente noche y día; creía que los amigos eran
capaces de tomar las cadenas por él, y que sus manos no temblarían al romper el cáliz
del calumniador; que hay entre los hombres amigos, sagrados, escogidos por la
Providencia; que los de su inmortal familia, con inevitables rayos, algún día nos
iluminarán, y entonces darán la dicha al mundo. Muy pronto la indignación, la
compasión, el amor de lo bueno y el dulce tormento de la gloria turbaron su corazón.
Con la lira erraba por el mundo bajo el cielo de Schiller y Goethe, cuyo fuego poético
inflamó su alma; y, afortunado, no avergonzó a las musas del arte elevado; en sus
cantos siempre conservó orgullosamente los sentimientos nobles, los ímpetus de
sueños virginales y el encanto de lo sencillo. No cantaba las viciosas diversiones, ni a
las despreciables Circes; no quería ofender al mundo con su lira encantadora.





