Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la
soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella -las
callosidades de sus patitas estaban provistas de una sustancia pegajosay descansó allí durante un momento del esfuerzo realizado. A
continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de
la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente
dichos -¿con qué iba a agarrar la llave?-, pero, por el contrario, las
mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la
llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin
duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le
salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
-Escuchen ustedes -dijo el apoderado en la habitación contigua- está
dando la vuelta a la llave.
Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían
haberle animado, incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio!
-debían haber aclamado-. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante
la idea de que todos seguían con expectación sus esfuerzos, se aferró
ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A
medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la
cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era
necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con
todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió
por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo
para sus adentros: «No he necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza
sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.
Tags:Franz Kafka
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